Hace 40 años, La selva esmeralda denunció la destrucción del Amazonas. Hoy, el reto de conservar la biodiversidad sigue vigente y exige acción.
El 40 aniversario del estreno de una de las primeras películas dedicadas a la denuncia ecológica, es un ejemplo paradigmático de cómo el ser está destruyendo la vida silvestre en la Tierra.
Cine y la madre tierra
El mismo año en que Woody Allen teñía de rosa púrpura del Cairo, Marty McFly rompía la taquilla con el Delorian de Regreso al Futuro y Meryl Streep se perdía en las pupilas oceánicas de Robert Redford bajo los atardeceres rojizos de Kenia, un valiente John Boorman se atrevería con La Selva esmeralda (1985), llenando de verde clorofílico la gran pantalla en una especie de denuncia ecológica-cinematográfica en contra de la destructiva, contagiosa y avanzada civilización humana.
Al parecer, una historia real sirvió de inspiración para la trama de la cinta, en la que un ingeniero americano que trabaja dirigiendo las obras de una inmensa presa en el Amazonas, sufre el secuestro de su hijo de 8 años por una tribu de indígenas. En aquella inmensidad selvática, el padre dedicaría años de su vida a buscar a su hijo hasta encontrarlo finalmente, convertido ya en un joven adulto.
La película de Boorman quiso recoger un momento esencial en la conservación del mayor bioma nemoroso del planeta Tierra, y es un ejemplo paradigmático de cómo el ser humano ha acelerado severamente la pérdida de biodiversidad global. En 1985 las políticas de expansión agropecuarias impulsadas por el gobierno del presidente brasileño José Sarney roturaron decenas de miles de hectáreas de bosque virgen para obtener tierras donde cultivar soja, maíz, café, plátanos o piña y obtener también prados para el apacentamiento extensivo de la ganadería vacuna, al tiempo que se autorizaban proyectos de sondeo y extracción minera para cobre, estaño y bauxita.

Deforestación selva amazónica
El siguiente enlace interactivo recrea gráficamente el proceso de deforestación de la selva amazónica, entre 1985 y 2017.
La destrucción del Amazonas se ha convertido en un ejemplo que, no por manido y recurrente, es menos alarmante. En este sentido, la pérdida de hábitat natural y sus especies asociadas como consecuencia de las actividades humanas es un hecho científicamente irrefutable que, en la efeméride del Día Mundial de La Tierra, conviene tener muy presente. Los resultados de la última entrega del estudio científico “Informe Planeta Vivo 2024” (WWF) confirmaron los estudios de la UICN (2012) y el famoso gráfico de pérdida de especies (Ceballos et al, 2015), concluyendo con un dato espeluznante: entre 1970 y 2020 las poblaciones de especies de vertebrados en el mundo han disminuido una media del 68% y aquellas especies al borde de la extinción (con menos de 1.000 individuos contabilizados) aumentan drásticamente, acelerando 15 veces la tasa de extinción natural de especies que siempre ha formado parte de evolución y la dinámica de la biocenosis en los ecosistemas terrestres.


Destaca también el hecho de que esta pérdida de biodiversidad no es homogénea ni afecta por igual a todas las regiones del planeta. La pérdida de vida silvestre se acentúa en dos tipos de regiones. En primer lugar, aquellas con pocos recursos financieros, pero muy ricas en materias primas, con gobiernos autoritarios o débiles y cuya economía se encuentra intervenida por multinacionales extranjeras. De otra parte, en el polo opuesto, los países altamente industrializados, con niveles desmesurados de consumo y que poseen escasa regulación legal en materia de conservación y protección ambiental, presentan también importantes índices de pérdida en biodiversidad, como bien puede observarse de forma clarividente en el mapa que acompaña al informe de WWF (2020).

Esta preocupante situación, ampliamente estudiada y alertada por la comunidad científica, exige el mayor compromiso de toda la sociedad para revertir unos efectos que tendrán como consecuencia un claro empeoramiento en las condiciones de vida de la especie humana y que debemos afrontar dedicando mayores esfuerzos a la conservación de la vida silvestre, a una producción más justa y sostenible y a un consumo responsable, coherente y comprometido con las necesidades del momento histórico que nos ha tocado vivir. Sólo cuando estas tres acciones se tomen en conjunto, podremos revertir una pérdida de biodiversidad que, de no hacerlo, tendrá consecuencias desconocidas a partir del segundo siglo de este mileno.

Día Internacional de la Madre Tierra, 22 de abril
Volviendo nuevamente a la película La selva esmeralda, quienes la vieron siendo aún niños se llevarán para siempre el recuerdo de aquel fotograma en el que Kachiri, la muchacha de la tribu que se convertiría en compañera sentimental de Tommy, el niño adoptado, miraba con la seducción irresistible de la vida libre y silvestre a la cámara, sintetizando en aquella imagen imborrable la belleza poderosa y al mismo tiempo la fragilidad de los ecosistemas de la Tierra. Pareciera como si todo el Planeta, en una alegoría de simbolismo espiritual, hablara a través de sus ojos cautivantes pidiéndonos que reflexionemos sobre nuestra relación con la naturaleza y el impacto de nuestras acciones, suplicando al mundo que la hora en que los gobiernos, las grandes corporaciones y los ciudadanos nos unamos para proteger la VIDA, ha llegado ya.
En este Día Mundial de la Tierra, recordemos que cada acción cuenta. Desde reducir nuestro consumo de productos que contribuyen a la deforestación, a la contaminación y al agotamiento de recursos, hasta exigir a nuestros representantes públicos políticas que protejan nuestros ecosistemas, todas y todos tenemos un papel que desempeñar. El Amazonas es un símbolo de la riqueza de la vida silvestre y de la fragilidad de nuestro planeta. No dejemos que su lamento se convierta en un eco del pasado. Es hora de actuar, por nosotros y por las generaciones futuras.

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