Porque las ideas nunca mueren, solo evolucionan y, sobre todo, porque quien ríe el último… ríe mejor.
En la historia de la ciencia hay figuras que, pese a haber intuido caminos decisivos, quedaron relegadas a la sombra de otros grandes personajes durante generaciones. Jean-Baptiste Lamarck es uno de esos nombres. Su teoría de la evolución, formulada a comienzos del siglo XIX, fue en gran medida desprestigiada por la ciencia anglosajona en un momento histórico en que la balanza del poder basculaba: la Academia de las Ciencias de París y la Royal Society de Londres simbolizaban dos polos del conocimiento en un contexto político marcado por el declive del Imperio francés y el auge británico. En ese escenario de colaboración, pero también de competencia, se libraban batallas intelectuales para explicar el origen y la diversidad de la vida en la Tierra. Lamarck, con su propuesta, se convirtió en una figura incómoda, a menudo ridiculizada en el ámbito anglosajón que, indudablemente, apostó por la teoría darwinista para explicar la evolución y variabilidad de las especies en nuestro planeta.
La naturaleza, a ojos de un niño
Nacido en 1744 en Bazentin, un pequeño pueblo del norte de Francia, el niño Jean Baptiste crecería en contacto directo con la naturaleza. Su infancia estuvo marcada por la curiosidad: cada planta, insecto o piedra era para él una puerta abierta al descubrimiento. Ese vínculo temprano con el mundo natural lo acompañó siempre, incluso cuando su vida parecía destinada a un camino diferente: primero como militar, y más tarde como estudiante de medicina y botánica en la Universidad de París. Su pasión por el estudio lo llevó finalmente a dedicarse por completo a la historia natural.

El equilibrio como base de la vida
En 1809, Lamarck publicó Filosofía zoológica, donde planteó por primera vez su teoría de la transformación de las especies. Según él, los organismos podían modificar sus características a lo largo de la vida en función del uso o desuso de órganos, y esas modificaciones podían transmitirse a la descendencia. El ejemplo clásico —el alargamiento del cuello de las jirafas al alcanzar hojas altas— sintetizaba esa visión. Aunque más tarde fue ridiculizada como una caricatura simplista, la teoría reflejaba un esfuerzo pionero por explicar la vida como un proceso dinámico y cambiante. Lamarck concebía la naturaleza como un vasto entramado de relaciones en equilibrio. Para él, la vida no podía entenderse desde la lucha permanente, sino como una red de vínculos sutiles y delicados entre los seres vivos y su entorno. En su mirada, cada organismo cumplía un papel dentro de un sistema mayor, donde el cambio y la adaptación no eran fruto exclusivo de la competencia, sino de una interacción profunda con las condiciones del medio.

En este sentido, su concepción se alejaba de la interpretación posterior que haría la teoría de Darwin basada en competencia, presión selectiva, adaptación y especiación, convirtiendo la lucha por la supervivencia en el motor de la evolución. Lamarck no negaba las tensiones de la vida, pero subrayaba que lo esencial era el equilibrio que permitía a las especies transformarse y coexistir. La naturaleza, pensaba, no era un campo de batalla, sino un tejido de armonías frágiles y persistentes. Ese enfoque integrador le otorgó una sensibilidad singular: intuía que los seres vivos y el ambiente formaban un todo inseparable, y que cada modificación respondía a la necesidad de mantener la estabilidad del conjunto. La evolución, en su visión, no era solo una carrera por la ventaja, sino un proceso de ajuste continuo para sostener la vida en su diversidad.
Entre Darwin y la epigenética
El célebre ejemplo de las jirafas se convirtió en el paradigma para contraponer las teorías de Lamarck y Darwin. Según Lamarck, las condiciones del entorno podían modificar los caracteres de los seres vivos, por ejemplo, la longitud del cuello de una jirafa. Así, si las hojas de acacia escaseaban en las ramas bajas, el esfuerzo reiterado de las jirafas por estirar el cuello para alcanzar la copa de los árboles acabaría produciendo, en las generaciones siguientes, individuos con cuellos más largos.
Darwin, en cambio, planteaba un mecanismo distinto. En un momento dado, debían existir jirafas con diferentes longitudes de cuello. Ante una sequía o una reducción drástica del alimento, aquellas con el cuello más corto no lograrían acceder a las hojas más altas y morirían, mientras que las de cuello más largo, capaces de alcanzar esos recursos, sobrevivirían y se reproducirían, transmitiendo esa ventaja a su descendencia.

La consolidación de la teoría de la selección natural de Charles Darwin en 1.859 eclipsó casi por completo la obra de Lamarck. Durante décadas, la comparación fue desfavorable: Darwin representaba el rigor deductivo, mientras Lamarck quedaba relegado al error de la intuición equivocada, como si sus ideas fueran incompatibles con las de Darwin.
El regreso de Lamarck
Hoy, tantos años después, la epigenética, la disciplina científica que estudia cómo las condiciones ambientales influyen decididamente en la expresión génica y la síntesis de proteínas, ha devuelto a Lamarck parte de la razón. Se ha demostrado que factores ambientales como la alimentación, el estrés o la exposición a determinadas sustancias, pueden modificar la manera en que los genes se expresan, sin alterar el ADN en sí. Es decir, el medio deja huellas biológicas que pueden transmitirse a generaciones futuras. Algo que, en esencia, se parecía mucho a lo que Lamarck intuía dos siglos atrás.
La historia de Lamarck es la de un visionario incomprendido. Su trabajo fue ridiculizado en vida y opacado durante décadas, pero hoy reaparece con fuerza a la luz de nuevos descubrimientos. Al fin y al cabo, tanto él como Darwin coincidían en lo esencial: la vida evoluciona, cambia, se transforma y se adapta. Y ese legado compartido nos recuerda que la ciencia no avanza en soledad, sino como un diálogo constante entre intuiciones, teorías y evidencias.

Lectura recomendada sobre este post:
- LAMARCK Y LOS MENSAJEROS - 30 AÑOS DESPUES. Máximo Sandín CAUAC / CRIMENTALES - 9788412971712

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